Era una
pequeña casucha en las afueras de la ciudad. Un pequeño taller con unas pocas máquinas y herramientas, dos
piezas, una cocina y un rudimentario baño atrás. Sin embargo, Joaquín no se
quejaba, en estos dos años el taller de carpintería llamado “El Siete” se
había hecho conocer en el pueblo y él ganaba suficiente dinero como para no
tener que recurrir a sus escasos ahorros. Esa mañana, como todas, se levantó a
las seis y media para ver salir el sol. No obstante, no llegó al lago. En el
camino, a unos 200 metros de su casa, casi tropezó con el cuerpo herido y
maltrecho de un joven. Con rapidez, se arrodilló y apoyó su oído contra el
pecho del joven… débilmente, allá en el fondo, un corazón luchaba por mantener
lo que quedaba de vida en ese cuerpo sucio y hediente a sangre, mugre y
alcohol. Joaquín fue a buscar una carretilla, sobre la que cargó al joven.
Al llegar a la casa tendió el cuerpo sobre su cama, cortó las raídas
ropas y lo higienizó cuidadosamente con agua, jabón y alcohol. El muchacho,
además de su borrachera había sido golpeado con salvajismo. Tenía heridas
cortantes en las manos y en la espalda, y su pierna derecha estaba fracturada.
Durante los siguientes dos días, toda la vida de Joaquín se centró en la salud
de su obligado huésped: curó y vendó las heridas, entablilló su pierna y
alimentó al joven de a pequeñas cucharadas con caldo de pollo. Cuando el joven
despertó, Joaquín estaba a su lado mirándolo con ternura y ansiedad.
- ¿Cómo estás? – preguntó
Joaquín.
- Bien… creo… – respondió el joven
mientras se miraba su cuerpo aseado y curado
¿quién me curó?
- Yo.
- ¿Por qué?
- Porque estabas herido.
- ¿Sólo por eso?
- No, también porque necesito
un ayudante.
Y ambos rieron con ganas. Bien
comido, bien dormido y sin beber alcohol, Manuel, que así se llamaba el joven,
se fortaleció enseguida. Joaquín intentaba enseñarle el oficio y Manuel
intentaba rehuir del trabajo todo lo que podía. Una y otra vez Joaquín inculcaba
en aquella cabeza deteriorada por la vida transcurrida, las ventajas del buen
trabajo, del buen nombre y de la vida buena. Una y otra vez, Manuel parecía
entender y dos horas o dos días después, volvía a quedarse dormido o se
olvidaba de cumplir con la tarea que Joaquín le había encomendado. Pasaron
meses. Manuel estaba curado. Joaquín había destinado para Manuel la habitación
principal, una participación en el negocio y el primer turno del baño, a cambio
de la promesa del joven, de dedicación al trabajo. Una noche, mientras Joaquín
dormía, Manuel decidió que seis meses de abstinencia eran bastante y creyó que
una copa en el pueblo no le haría daño.
Por si Joaquín se despertaba en la noche, cerró la puerta de su habitación desde adentro y salió por la ventana dejando la vela encendida para dar la impresión de que se encontraba allí. A la primera copa la siguió la segunda, y a ésta la tercera, y la cuarta, y otras muchas… Cantaba con sus compañeros de trago, cuando pasaron los bomberos por la puerta del boliche haciendo sonar la sirena. Manuel no asoció este hecho con lo ocurrido hasta que de madrugada, tambaleándose hasta su casa, vio la muchedumbre reunida en su cuadra…
Por si Joaquín se despertaba en la noche, cerró la puerta de su habitación desde adentro y salió por la ventana dejando la vela encendida para dar la impresión de que se encontraba allí. A la primera copa la siguió la segunda, y a ésta la tercera, y la cuarta, y otras muchas… Cantaba con sus compañeros de trago, cuando pasaron los bomberos por la puerta del boliche haciendo sonar la sirena. Manuel no asoció este hecho con lo ocurrido hasta que de madrugada, tambaleándose hasta su casa, vio la muchedumbre reunida en su cuadra…
Sólo alguna pared, las máquinas y unas pocas herramientas se salvaron
del incendio. Todo lo demás quedó destruído por el fuego. De Joaquín sólo se
encontraron cuatro o cinco huesos chamuscados, que enterraron en el cementerio
bajo una lápida donde Manuel hizo escribir: “Lo haré, joaquin… Lo haré” Con
mucho trabajo, Manuel reconstruyó la carpintería. El era vago, pero hábil, y lo
que aprendió de Joaquín alcanzó para llevar adelante el negocio. Siempre sentía
que, desde algún lugar, Joaquín lo miraba y alentaba. Manuel lo recordaba en
cada logro: su casamiento, el nacimiento del primer hijo, la compra de su
primer auto…
A quinientos kilómetros de
allí Joaquín, vivito y coleando, se preguntaba si era lícito mentir, engañar y
prenderle fuego a esa casa tan bonita sólo para salvar a un joven. Se contestó
que sí, y rió de sólo pensar en la policía de pueblo que confunde huesos
humanos con huesos de cerdo… Su nueva carpintería era un poco más modesta que
la anterior, pero ya era conocida en el pueblo. Se llamaba Carpintería “El
Ocho”.
“Vale más hacer la cosa más insignificante del mundo, que estar media
hora sin hacer nada.”
Goethe.
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